—
Pero ¿cómo pueden decir que controlan la
materia? — estalló — Ni siquiera controlan el clima o la ley de la gravedad.
Hay enfermedades, dolor, muerte...
O’Brien decapitó sus palabras en el aire con un breve
ademán:
—
Controlamos la materia porque controlamos el
entendimiento. La realidad está en el interior del cráneo. Ya lo irás
aprendiendo, Winston. Podemos conseguir lo que se nos antoje. La invisibilidad,
la levitación... cualquier cosa. Si quisiera, podría elevarme flotando como una
pompa de jabón. Y si no quiero es porque el Partido no lo desea. Debes olvidar
esas ideas decimonónicas sobre las leyes de la Naturaleza. Nosotros hacemos las
leyes de la Naturaleza.
—
¡No es cierto! … ¿Cuánto tiempo hace que
existimos? La Tierra estuvo deshabitada millones de años.
—
Bobadas. La Tierra es tan antigua como
nosotros, ni más ni menos. ¿Cómo iba a ser más antigua? Nada existe si no es a
través de la conciencia humana.
—
Pero las rocas están llenas de huesos de
animales extinguidos: mamuts, mastodontes y enormes reptiles que vivieron mucho
antes que el hombre.
—
¿Tú los has visto, Winston? Claro que no. Los
inventaron los biólogos del siglo XIX. Antes del hombre no había nada. Y, si
llegáramos a extinguirnos, tampoco habría nada. Fuera del hombre no hay nada.
—
Pero
existe un mundo que vive y palpita más allá de nosotros. ¡Mira
las estrellas! Algunas se encuentran a millones de años luz. Se hallan
totalmente fuera de nuestro alcance.
—
¿Qué son las estrellas? —preguntó con
indiferencia O’Brien—. Pequeñas llamaradas a unos cuantos kilómetros de aquí.
Si se nos antojara, podríamos alcanzarlas. O borrarlas del firmamento. La
tierra es el centro del universo. El sol y las estrellas giran en torno a ella.
—
Winston hizo otro movimiento convulso. Esta vez no dijo
nada, pero O’Brien continuó hablando como si respondiera a una objeción que le
hubiera planteado Winston:
—
Claro que, para ciertos propósitos, eso no es
cierto. Cuando navegamos por el océano, o predecimos un eclipse, a veces
resulta conveniente pensar que la tierra gira alrededor del sol y que las
estrellas están a millones y millones de kilómetros. Pero ¿qué más da eso?
¿Acaso crees que no podemos organizar un sistema de astronomía dual? Las
estrellas pueden estar cerca o lejos, según sea necesario. ¿Te parece que eso
supondría algún esfuerzo para nuestros matemáticos? ¿Has olvidado el
doblepiensa?
Winston se encogió en la camilla. Dijera lo que dijese,
una rápida respuesta le aplastaba como una cachiporra. Y, sin embargo, sabía
que estaba en lo cierto. Sin duda, debía haber algún modo de demostrar que la
creencia de que no existe nada fuera de la propia conciencia es falsa. ¿No se
había probado hacía mucho que era una falacia? Incluso tenía un nombre, que
había olvidado. Una vaga sonrisa asomó en la comisura de los labios de O’Brien
cuando se agachó a mirarle.
—
Te lo dije, Winston. La metafísica no es tu
fuerte. La palabra que buscas es «solipsismo». Pero te equivocas. Aquí no hay
ningún solipsismo. O, si lo prefieres, se trata de un solipsismo colectivo, lo
cual es muy diferente: de hecho, todo lo contrario.
1984.
George Orwell
I.
Introducción
Richard Rorty
considera que, si existe algo esencial, eso es la búsqueda compartida de la
felicidad, la concordancia y la caridad. Desde esta perspectiva, la literatura
ocupa un lugar central y la educación sentimental y literaria es la que puede
formar individuos que sean capaces de indignarse ante el horror y conmoverse
frente a la infelicidad. La literatura aporta un discurso perturbador y
proporciona una razón sensible a la humillación del otro (Vásquez Rocca, 2006,
p. 4). El lugar que ocupa el discurso literario en la construcción rortyana
presenta una constante referencia a la obra de George Orwell, fundamentalmente
a su novela 1984. Rorty entiende que
esta novela será muy leída mientas describamos la política del siglo XX “tal
como Orwell lo hacía” (1991, p. 187).
Las variadas citas
al texto orwelliano motivaron una nueva aproximación a esta obra que, tal vez,
es el libro que más veces leí. La ficción distópica, en su fulgurante oscuridad
pero ahora bajo el prisma del desarrollo
rortyano, presentó aristas que antes no percibí y resultó aún más angustiante y
fatal… Cuando terminé de releer 1984
volví a Rorty pero con sentimientos que ensuciaron el desarrollo engañosamente
apacible que parecía proponer. Poco a poco algunas intuiciones fueron tomando
forma. Por fin, pude agruparlas en dos grandes cuestiones, para intentar el
comienzo de su indagación.
La primera es que el concepto de etnocentrismo que
construye Rorty no logra revertir las acusaciones de relativismo que sufre su
posición pragmática. Considero que el “nosotros dialogante” que busca acuerdos no forzados y que según Rorty
es una resultante histórica, es en realidad una visión que recorta los mejores
atributos que, para el propio autor, tiene su filosofía política: el
liberalismo. De esta forma, su cultura liberal y su propia concepción de “lo
bueno” o “lo mejor” dentro de esa idea, le proporcionan una estrategia para
evitar un etnocentrismo fuerte, pero no hacen más que desplazar el relativismo
al campo moral y valorativo. Por otro lado, y conformando una segunda cuestión,
el etnocentrismo atenuado que propone tampoco logra evitar el reenvío
permanente a las cualidades recortadas, parciales, que propone en ese “nosotros
liberal”, en una construcción que no logra superar la circularidad
argumentativa.
La novela de Orwell incorporaba a su incuestionable
rol de denuncia de los totalitarismos del siglo XX otro papel: el de ser uno de
los destinos futuros posibles de las sociedades humanas. Por tal razón, las
fisuras argumentativas que percibo en el relativismo, el recorte conceptual y
la circularidad son lo suficientemente perturbadoras como para pretender
superarlas despreocupadamente bajo la estrategia del simple abandono, máxime si
su desarrollo desemboca, necesariamente, en cuestiones de filosofía política
que podrían brindar soporte conceptual a regímenes totalitarios. La pesadilla
imaginada por Orwell no encuentra diques en las estructuras teóricas y
analíticas desarrolladas por Rorty; bajo su lógica, será meramente contingente
que el totalitarismo orwelliano no se produzca. Y ese es el problema.
II.
Aproximación inicial a Richard Rorty
La intención de este punto es introducir algunos
conceptos elementales relacionados con el pensamiento de Rorty. Como ha
señalado Vattimo (2009) resumiendo sus argumentaciones, para Rorty la filosofía
pasó de la idea de verdad a la idea de caridad, entendida como el valor de la
concordancia con los demás dentro de la comunidad.
La cultura occidental, desde la concepción
realista, considera que la verdad es la correspondencia con la realidad; y sólo
es real lo objetivo, lo que puede establecer una justificación como algo
externo a una comunidad. La justificación debe provenir de la propia naturaleza
humana y del vínculo entre esa naturaleza humana y el resto de la naturaleza. De esta forma, para los realistas existe una verdad
exterior y los distintos procedimientos de una u otra cultura que proporcionan
una justificación deben conducir a la
correspondencia con la realidad, que no es otra cosa que llegar a la naturaleza
intrínseca de las cosas (Rorty, 1996, p. 41).
Somos los herederos de esta tradición
objetivistas, centrada alrededor del supuesto de que debemos saltar fuera de
nuestra comunidad lo suficientemente lejos para examinarla a la luz de algo que
va más allá de ella, a saber, lo que tiene en común con todas las demás
comunidades humanas reales y posibles (Rorty, 1996, p. 40).
Rorty critica la posición realista desde el antirrepresentacionalismo.
El lenguaje no representa nada, porque no puede representar nada. Las oraciones
están conectadas con otras oraciones; las palabras, con otras palabras. No
existe nada “allá afuera” que pueda ser representado por el lenguaje[1].
Ni el pensamiento determina la realidad ni la realidad determina el
pensamiento. Por lo tanto, “el conocimiento no consiste en la aprehensión de la
verdadera realidad, sino en la forma de adquirir hábitos para hacer frente a la
realidad” (Rorty, 1996, p. 15). Siguiendo a
Davidson, entiende que “la reflexión sobre lo que es una creencia no es
el ‘análisis de la representación’. Más bien es la reflexión sobre cómo un
organismo que utiliza el lenguaje interactúa con lo que está sucediendo a su
alrededor” (Rorty, 1996, p. 26). Todo resulta ser un “juego de lenguaje”. No
hay forma de salir de nuestras creencias y de nuestro lenguaje y, por tal
razón, no es posible una objetividad como la que pretenden los realistas: una
objetividad que intenta describirse sin referencia a una comunidad, o sea, por
fuera de esa comunidad, y sin tomar en cuenta a los seres humanos particulares.
Los objetos no se imponen por si mismos ni son pasibles de generar
representaciones que no puedan ser rechazadas. Al señalar que la verdad es una
cuestión de praxis social y no una representación de la realidad, la posición
rortyana es pragmatista. Esa praxis social
no está conformada por estructuras a priori aportadas por la mente o por el
propio lenguaje. Para Rorty no existe algo esencial, constitutivo, ni siquiera
es esencial al ser humano la necesidad de “descubrir esencias” (Kalpokas, 2005,
p. 38). No hay una capacidad humana transcultural que tienda a la Razón
entendida como correspondencia con la realidad. En este contexto, verdad o falsedad estará apelando a las opiniones e
intereses de la comunidad que dominan y constituyen los entramados prácticos
compartidos comunitariamente. El pragmatista concibe que el sentimiento de
comunidad carece de otro fundamento fuera de la esperanza y la confianza
compartidas creadas por ese compartir (Rorty, 1996, p. 55). En el interior
de la comunidad sólo tiene sentido la búsqueda solidaria de las coincidencias.
La objetividad es solidaridad. El deseo
de objetividad es el deseo de un consenso intersubjetivo tan amplio como sea
posible, “el deseo de extender la referencia del ‘nosotros’ lo más lejos
posible” (Rorty, 1996, p. 41).
La derivación razonable de estos argumentos para el
pragmatismo es que debemos desechar la distinción tradicional entre
conocimiento y opinión, concebidos como “la distinción entre verdad como
correspondencia con la realidad y verdad como término recomendatorio de las
creencias justificadas” (Rorty, 1996, p. 42). De esta forma
Cuando los pragmatistas hacen la
distinción entre conocimiento y opinión es simplemente la distinción entre
temas en los que el consenso es relativamente fácil de obtener y temas en los
que el consenso es relativamente difícil de obtener (Rorty, 1996, p. 41).
El término verdadero resulta una expresión de recomendación[2]
en el contexto de una comunidad. La reducción de los conceptos de verdad y
objetividad al de solidaridad entendida como el consenso intersubjetivo que
puede alcanzarse en una comunidad históricamente determinada importa una
posición etnocentrista.
Ser etnocéntrico es dividir a la especie
humana en las personas ante las que debemos justificar nuestras creencias y las
demás. El primer grupo – nuestro ethnos – abarca a aquellos que comparten lo
suficiente nuestras creencias como para hacer posible una conversación
provechosa. En este sentido, todo el mundo es etnocéntrico cuando participa en
el debate cultural, por mucha que sea la retórica realista sobre la objetividad
que genere su estudio (Rorty, 1996, p. 51).
Al incluir dentro de la características de esa
comunidad las cualidades de democrática,
progresista y pluralista (1996, p. 30)[3]
Rorty propone un etnocentrismo atenuado, abierto a otras comunidades y a otros
discursos. El etnocentrismo que reivindica Rorty es el que se considera que no
posee la verdad y que se enorgullece de estar abierto a otras culturas pero a
partir del propio entramado discursivo.
También Rorty propone alejarse de la racionalidad
como método con criterios de éxito fijados de antemano. El otro significado de
racional es ser sensato o razonable, y no metódico. “Designa un conjunto de
virtudes morales: tolerancia, respeto a las opiniones de quienes nos rodean,
disposición a escuchar, recurso a la persuasión antes que a la fuerza” (Rorty,
1996, p. 59).
Cuando el realista afirma que debe distanciarse de
cualquier comunidad dada para intentar una visión universal, no hace otra cosa
que “universalizar” o transformar en neutrales puntos de vistas históricos,
propios de una comunidad y una cultura, que es a la que él pertenece. Como
contraposición, el pragmatismo descubre los rasgos de nuestro trato con el
mundo en los entramados prácticos compartidos comunitariamente y esto importa
la sustitución de la referencia al mundo objetivo por apelación a la comunidad
que se guía en cada caso contextualmente por los “criterios” de cada juego de
los lenguajes compartidos (Vega Encabo, 2008, p. 17). De tal forma, lo único que puede decirse sobre la verdad
o la racionalidad es la descripción de los procedimientos de justificación
conocidos en nuestra sociedad utilizados en un ámbito determinado de indagación
(Rorty, 1996, p. 42). Esta renuncia a la existencia de un externo objetivizante ha servido de fundamento para que la
elaboración rortyana sea acusada de relativista. Rorty responde a esta
acusación desde distintos frentes. Por un lado, intenta quitarle la carga
negativa al concepto al señalar que el relativismo es lo opuesto al
fundamentalismo y, por tal razón, “los relativistas son sólo aquellos para
quienes estaríamos mejor sin conceptos como obligaciones morales
incondicionadas fundadas sobre la estructura de la existencia humana” (Rorty,
2009, p. 19). Por otro lado, establece que su posición es etnocéntrica más que
relativista. Desde este ángulo, señala que el pragmatista no es relativista,
sino que elimina los dos consuelos metafísicos: la idea de que la “naturaleza
humana” por una cuestión biológica o natural comprende derechos; y la idea de
que existe algo como la “naturaleza humana” constitutiva de la estructura
interior de todos los miembros de la especie que está obligada a capturar las
virtudes, ideas y logros y que “nos asegura que incluso si gobiernan durante
mil años los burócratas orwellianos del terror, los logros de las democracias
occidentales serán reproducidos algún día por nuestros lejanos descendientes”
(Rorty, 1996, p. 52). En relación al primer consuelo señala que “decir que
determinadas personas tienen determinados derechos no es más que decir que
deberíamos tratarlas de determinado modo. No es ofrecer una razón para
tratarlas de ese modo” (Rorty, 1996, p. 53). En relación al segundo consuelo,
“no desea convertir esta esperanza en una teoría de la naturaleza humana. Desea
que la solidaridad sea nuestro único consuelo, y que se conciba como algo que
no exige soporte metafísico” (Rorty, 1996, p. 53). De esta forma, puede no
haber verdad en el relativismo, pero sí en el etnocentrismo: la verdad como
justificación frente al “nosotros”. Sólo podemos justificar nuestras creencias
ante aquellos cuyas creencias coinciden con las nuestras en cierta medida. Al
igual que Davidson, denomina a esto cúmulo
crítico de creencias compartidas.
Es en este momento donde observo las primeras
grietas en su concepción etnocéntrica, que no logra amenguar los efectos del
relativismo de su posición pragmática. En el siguiente punto pasaré a analizar
esta cuestión.
III.
¿Se supera el relativismo trasladando la relatividad?
Como señalé, la acusación de relativismo está
asociada al abandono del vínculo con la objetividad y con la idea de
racionalidad como obediencia de criterios fijados de antemano y externos. En
tanto pragmático, Rorty sustituye la idea de objetividad y pone en su lugar la
idea de acuerdo no forzado logrado en comunidad. Considero que, para que este
acuerdo no forzado no evoque “el espectro del relativismo” o no revierta en una
infinita circularidad argumentativa, necesita algún tipo de anclaje conceptual.
Rorty cree lograr esto con la idea de un “nosotros” que afirme un propio
criterio bajo pautas que permitan la relación con otras culturas, es decir, un
etnocentrismo atenuado. También un “nosotros” cargado de determinados valores.
El entretejer nuestras creencias con las de otras culturas requiere un tipo de
“nosotros”: el nosotros dialogante y
tolerante.
Obsérvese el siguiente párrafo:
Cuando el pragmatista afirma que no hay
nada que decir sobre la verdad excepto que cada uno de nosotros recomienda como
verdaderas aquellas creencias en las cuales considera bueno creer, el realista tiende a interpretar esto como una teoría
positiva más sobre la naturaleza de la verdad: una teoría según la cual es
simplemente la opinión contemporánea de un individuo o un grupo elegido. Por
supuesto, esta teoría se refutaría a sí misma. Pero el pragmatista no tiene una
teoría de la verdad, y mucho menos una teoría relativista. Como partidario de
la solidaridad, su explicación del valor de la indagación humana en cooperación
sólo tiene una base ética, y no epistemológica o metafísica. Al no tener ninguna epistemología, a fortiori no tiene una de tipo
relativista (Rorty, 1996, p. 43, la negrita me pertenece).
El punto es que el pragmatista no tiene una teoría
de la verdad. Su explicación del valor de la indagación humana en cooperación
sólo tiene base ética, y no epistemológica o metafísica. Es relativista pues el
conocimiento y verdad son simplemente un cumplido que se presta a las creencias
que consideramos bien justificadas
en un contexto específico de socialización y que no requieren, por tal razón,
una justificación ulterior. Toda explicación es una explicación sociohistórica,
referida a cómo cada pueblo logra acuerdos sobre el objeto de sus creencias
(Rorty, 1996, p. 43). Entonces ¿cuál son las creencias en las que se
considera bueno creer? Aquellas bien justificadas. ¿Y cuándo están bien
justificadas? Cuando resultan ajustadas a los criterios que la propia comunidad
posee según su “juego de lenguaje” o sus prácticas
sociales variadas y diversamente relacionadas.
Rorty entiende que todo esquema interpretativo
vuelve la conducta mínimamente razonable “a nuestras luces”, sin poder ir más
allá, sin poder situarnos por fuera de estas luces, en un terreno neutral
iluminado por la “luz natural de la razón” (Rorty, 1996, p. 44). Su “no ir más
allá” es un etnocentrismo que busca “tejer” las creencias propias con las de
otras culturas (Rorty, 1996, p. 45). La tolerancia, la libre indagación, la
búsqueda de una comunicación no distorsionada, ese “nosotros dialogante y
tolerante”, van a ser preferidos por comparación en sociedades que compartan
similares ideas de “lo bueno” o de “lo preferido”. Esta justificación dice no
apuntar a un criterio externo, sino por referencia a supuestas ventajas prácticas concretas (Rorty,
1996, p. 49). ¿Pero son ventajas prácticas concretas definidas en base a qué
criterios? Si son propios e internos de esas sociedades nos mordemos la cola
argumentativa, no podemos salir de la circularidad. Si son externos, caemos en
los “errores objetivistas”. Volveré sobre la cuestión de “las ventajas
prácticas concretas” en unos párrafos.
El “nosotros dialogante” requiere de seres
racionales, que puedan “simplemente
examinar cualquier tema – religiosos, literario o científico – de un modo que
descarte el dogmatismo, la actitud defensiva y la radical indignación” (Rorty,
1996, p. 59). En definitiva, su opción moral importa la preferencia por valores
que considera “buenos” en tanto ser producto de la misma cultura que pretende
analizar[4].
La circularidad permanente. Rorty conoce esta posible imputación sobre su
circularidad argumentativa, pero se defiende: “sólo es circular por cuanto los
términos de elogio utilizados para describir a las sociedades liberales se
inspiran en el vocabulario de las propias sociedades liberales” (Rorty, 1996,
p. 49). El pragmatista elogia a la democracia desde los hábitos de la
democracia. El pragmatista no encuentra fundamentos ahistóricos: “… somos sólo
el momento histórico que somos, y no los representantes de algo ahistórico…”
(Rorty, 1996, p. 50).
Cuando Rorty señala que el interés moral del
filósofo es que se mantenga el diálogo, que se mantenga la conversación (Kalpokas,
2005, p. 41) está optando por un tipo moral que, o es producto de la comunidad
de la que proviene el filósofo, o responde a un valor trascendente. Como la
única opción posible para Rorty es la primera, no supera el relativismo sino que lo traslada al campo valorativo
proponiendo un viraje hacia la arena moral y política, a partir de la necesidad
de mantener determinados hábitos de la vida europea.
Obsérvese el siguiente párrafo:
La justificación que hace el pragmatista
de la tolerancia, la libre indagación y la búsqueda de una comunicación no
distorsionada sólo puede asumir la forma de una comparación entre sociedades
que ilustran estos hábitos y sociedades que no, lo que lleva a la sugerencia de
que nadie que haya conocido ambas puede preferir las últimas (Rorty, 1996, p. 49).
¿Por qué alguien que se ha constituido y desarrollado
en una sociedad con valores diferentes a los liberales debe preferirlos al
conocerlos y optar, finalmente, por sociedades tolerantes y libres? Considero
que el párrafo transcripto resulta ininteligible a la luz de los propios
enunciados de Rorty. No existe nada que pueda hacer preferible una sociedad a
la otra por afuera de las propias preferencias y valores construidos
socialmente, salvo que sí encuentre en los valores algún elemento transcendente
y universal, cuestión que desestima de forma persistente. Lo bueno o lo
preferible o lo mejor es una cuestión de solapamiento de creencias de los
participantes de una conversación que, en tanto conforman un “nosotros”, ya
comparten un número de creencias que justifican los principios morales de la
comunidad liberal (Kalpokas, 2005, p. 64). Por tal razón
el problema complementario de éste es el de la validez
que nuestros principios morales pueden llegar a tener para comunidades
extrañas, pues, si desde un principio, la legitimidad o justificación de
nuestras creencias les es ajena, ¿por qué deberían asumir como propias nuestras
creencias? En efecto, si la justificación es una cuestión contextual, entonces
nuestros principios morales no pueden resultar justificados ni, por tanto, ser
válidos para aquellas comunidades diferentes a las nuestras (Kalpokas, 2005, p.
64).
Si no existen criterios objetivos, en tanto externos o
universales, que validen nuestras creencias “¿no debería reconocer Rorty que,
según los criterios y patrones de validación de ‘ellos’, nuestra cultura moral
en modo alguno es superior al resto?” (Kalpokas, 2005, p. 65).
Entonces, ¿por qué resultará preferible esa
sociedad, como ha afirmado también Rorty? No sabemos. Rorty no se preocupa en
proporcionarnos argumentos. No resuelve, porque no le interesa resolver:
simplemente se despreocupa.
Resumiendo: creo que Rorty, sin reconocer una
preocupación sobre el asunto, no logra salir de argumentos circulares pese a
que, en algunos momentos, parece sucumbir a la tentación de encontrar una idea
de bien, de lo bueno, de la base ética que le proporcione una justificación. Y
parece sucumbir a esta tentación cuando se cuelan en su construcción teórica
afirmaciones universales que sólo se explican desde el nosotros[5].
Es ahí donde, ya sea yendo por el camino de una idea del bien, por el camino de
la idea de que lo bueno es justamente el tipo de camino elegido (solidaridad) o
por encontrar supuestas “ventajas prácticas concretas”, parece añorar un valor
que sea algo más que lo que sociohistóricamente se considera de esa manera. Creo
que de otra forma no puede entenderse su afirmación de la inevitable
preferencia práctica por la razón liberal entre quienes hayan conocido, además
de ésta, tipos de sociedades diferentes.
El otro problema que identifico en sus argumentos
es que parcializa los valores del entramado cultural que constituye el
“nosotros”, cuestión que presenta dos inconvenientes particulares. Por un lado,
su construcción sólo rescata las cualidades que se condicen con las que él
mismo considera buenas o preferibles. Toma
algunas características de lo que es su mirada de la democracia, pero no
toma otros elementos existentes en la cultura que la generó. Sólo considera
alguna de las prácticas de esa cultura y desecha otras. De esta forma, también
él propone una mirada ahistórica, pero por lo parcial. Parcialización que no se
debe a efectos prácticos sino a su posición. Por ejemplo, omitir que la cultura
que generó las democracias occidentales fue responsable, también, de las
conquistas imperiales, de las colonizaciones y de la desaparición de otras culturas,
es tener una posición parcial de esa cultura de la que forma (formamos) parte. Toma una razón liberal con beneficio de
inventario, recortando su dimensión histórica. Por otro lado, y de forma
complementaria, esta lectura selectiva de la tradición “pretende retener
algunas intuiciones universalistas de la cultura occidental (las que se
refieren específicamente a su liberalismo) desgajándolas del aparato filosófico
que se ha montado para sustentarlas” (Kalpakos, 2005, p. 63).
IV.
Conclusión: el relativismo como esqueleto del
totalitarismo
No obstante, todo esto no es más que una digresión
—añadió en un tono distinto—. El verdadero poder, el poder por el que luchamos
noche y día, no es el poder sobre las cosas, sino sobre las personas. —Se
interrumpió, y por un instante volvió a adoptar aquel aire de maestro
examinando a un alumno aventajado—: ¿Cómo impone un hombre a otro su poder,
Winston? Winston pensó. —Haciéndole sufrir. —Exacto. Haciéndole sufrir. La obediencia
no es suficiente. Si no sufre, ¿cómo puedes estar seguro de que la otra persona
obedece a tu voluntad y no a la suya? El poder se basa en infligir dolor y
humillación. El poder consiste en hacer pedazos el espíritu humano y darle la
forma que elijamos.
1984.
George Orwell
Para Rorty, Orwell no buscó en Rebelión en la granja y 1984
quitar del medio a la apariencia y poner de manifiesto la realidad de los
totalitarismos de su época, sino despertar la sensibilidad de sus lectores ante
casos de crueldad y humillación que esa audiencia no había advertido en los
regímenes que él cuestionaba (Rorty, 1991, p. 191). Por tal razón, son erróneas
las lecturas que ven en Orwell a un realista que creía que existía una verdad
independiente de las mentes y de los lenguajes humanos. Su objetivo fue
desnudar, no la existencia de una verdad externa y objetiva, sino que no
podíamos seguir utilizando nuestras viejas ideas y discursos políticos para
describir los grandes regímenes totalitarios del siglo XX. El propio Orwell refuerza esta
interpretación. En una carta dirigida al Sindicato de Obreros del Automóvil de
Estados Unidos señaló expresamente al referirse a 1984: “El escenario del libro es Gran Bretaña para destacar que las
razas angloparlantes no son mejores por nacimiento que cualquier otra y que el
totalitarismo, si no se combate,
podría triunfar en cualquier parte” (Shelden, 1991, p. 442, el resaltado es del propio
Orwell). Resulta concordante esta idea con la posición rortyana, que sostiene
que las culturas se conforman de hábitos compartidos y no de estructuras
axiomáticas que puedan ser irreconciliables. Las normas institucionalizadas de
una cultura muestran solamente que el conocimiento es inseparable del poder y
no que existen obligatoriamente dichas normas en todas las culturas. El
respaldo institucional a las creencias “adopta la forma de burócratas y
policías, y no de reglas de lenguaje y
criterios de racionalidad. Pensar de
otro modo es incurrir en la falacia cartesiana de ver axiomas allí donde no hay
más que hábitos compartidos, de concebir los enunciados que resumen estas
prácticas como si contuviesen limitaciones que imponen esas prácticas” (Rorty,
1996, p. 45/46). Por tal razón, entiende que en 1984 Orwell
nos convenció de que era perfectamente
concebible que los mismos desarrollos que habían hecho que la igualdad humana
fuese técnicamente posible, hicieran posible una esclavitud eterna… Nos
convenció de que todos los talentos intelectuales y poéticos que hicieron
posible la filosofía griega, la ciencia moderna y la poesía romántica, podrían
algún día hallar ocupación en el Ministerio de la Verdad (Rorty, 1991, p. 194).
No hay nada en el ser humano que pueda utilizarse
como punto de referencia moral, no existe una “solidaridad natural” entre los
seres humanos, que sea constitutiva de una supuesta esencia. Ni siquiera la
solidaridad, que “no es algo que se descubre reflexionando sobre las
características de la razón o la esencia del hombre, sino que se construye
haciendo ver que las diferencias entre los seres humanos son relativamente poco
importantes comparadas con sus similitudes respecto del dolor y la humillación”
(Kalpokas, 2005, p. 66)[6].
Pero, y a diferencia de los animales, ese dolor es de un tipo especial: la
posibilidad de ser humillados a partir de que se destruya mediante la violencia
las estructuras particulares de lenguaje y de creencias en las que fuimos
socializados (1991, p. 195). En el mundo orwelliano, la tortura tiene como
única finalidad... la tortura que busca el quebrantamiento, a través del dolor,
y causarle a la víctima (Winston en el caso de 1984) la ruptura total de su coherencia discursiva y, con ella, la
capacidad de ser (Rorty, 1991, p. 197).
Rorty considera también que Orwell logra
convencernos en 1984 que el personaje
de O'Brien, miembro del Partido Interno, persona inteligente y preparada y
quien tortura a Winston, es perfectamente verosímil en una sociedad futura
donde los intelectuales hayan aceptado el hecho de que no hay posibilidades de
realizar las esperanzas liberales (Rorty, 1991, p. 201). Para Rorty, Orwell nos
ayuda a ver que sencillamente puede ocurrir que el mundo sea dominado
por personas que constituyan sistemas en donde los valores liberales sean
totalmente anulados. La posibilidad de que los valores que imperan en la
sociedad sean unos u otros no depende de cuestiones objetivas, racionales o
relacionadas con la naturaleza humana, “sino por una infinidad de menudos
hechos contingentes” (Rorty, 1991, p. 206).
Por lo señalado, si las obligaciones morales se restringen
al “nosotros”, cualquier variación en el entramado discursivo que lo constituye
puede significar una modificación de dichas obligaciones morales. El punto en
Rorty es preguntarse qué pasa cuando esa comunidad, ese nosotros, contiene
valores distintos a los de “los intelectuales liberales”; qué pasa cuando el
pluralismo deja de ser visto como ese fenómeno propio de las sociedades
occidentales y cuando el nosotros deja de ser un nosotros inclusivo y pasa a
ser un nosotros excluyente y agresivo. La
circularidad argumentativa detallada y el reenvío permanente a una moralidad
sólo anclada históricamente, no excluyen la posibilidad de que el acuerdo no
forzado pueda, de manera no forzada incluso, transformarse en “la voluntad del
partido” orwelliana. Un poder tan potente que, manejando las palabras,
maneje el pensamiento.
Y acá, considero, se hace patente el peligro
totalitario… ¿Qué queda, entonces, de las ideas de Rorty si nos libramos de ese
“nosotros dialogante”, tolerante, liberal y democrático? Una estructura vacía,
un esqueleto descarnado, permeable a cualquier valor, pasible de que su
colonización por las peores intenciones totalitarias se produzca, meramente, a
partir de hechos contingentes.
Bibliografía
Kalpokas, Daniel. (2005). Richard Rorty y la superación pragmatista de
la epistemología. Buenos Aires: Del Signo.
Orwell,
George. 1984.
Orwell, George.
Rebelión en la granja.
Rorty,
Richard. (1991). Contingencia, ironía y
solidaridad. Madrid: Paidós.
Rorty,
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Jürguen Habermas. Normas y Valores.
Madrid: Totta. P. 9 – 46.
[4] “… no creo que
haya hechos morales desnudos ahí afuera, en el mundo, ni que haya verdades
independientes del lenguaje, ni que haya un terreno neutral en el que
instalarse y afirmar que la tortura o la bondad son preferibles la una a la
otra” (Rorty, 1991, p. 191).
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